viernes, 13 de abril de 2018

ETNOCENTRISMO INTELECTUAL


            Autor desconocido   
         
          Crítica a la visión etnocéntrica occidental en clave
                              histórica y antropológica

La apertura etnográfica de amplios horizontes históricos y culturales se superpone a todo intento de imposición étnica etnocéntrica. El pujante etnocentrismo cultural, europeo y contemporáneo, asociado en su forma primigenia al pensamiento decimonónico progresista y evolucionista, es combatido por Ortega. Éste, como vengo afirmando desde hace tiempo, se aparta de la etnocéntrica y errónea creencia occidental que dice que somos los más culturalmente avanzados del planeta. La cima de la civilización mundial. Así creía en su momento, sumida en una acentuada prepotencia biológica racial, la Inglaterra victoriana, embalsamada de elogios por los primeros antropólogos evolucionistas decimonónicos (Morgan, Spencer o Tylor). Éstos, modernos precursores del actual etnocentrismo occidental y herederos directos de una idea moderna de progre-so desbordante durante el racionalmente magnificado siglo XVIII, proyectan sobre Europa y especialmente sobre la económicamente pujante y burguesa Inglaterra del siglo XIX todas sus esperanzas como teóricos antropológicos. Ven en ella la suprema forma de existencia. Ese estadio superior cultural de la civilización humana que tanto les enorgullecía y al que tendían, en principio y según ellos, el resto de culturas -no todas lo conseguían- definidas desde Occidente como más "primitivas" o salvajes. Ortega menciona la figura de Kurt Breysig para ilustrar este asunto:
"Algo más sutil fue el ensayo de Kurt Breysig en su Historia de la cultura moderna, donde hallamos un primer capítulo "Sobre los pueblos eternamente primitivos", es decir, sobre los salvajes (...)Siempre recaerá sobre Breysig el honor de haber sido el primero que introduce el llamado "salvajismo" como personaje esencial en el gran drama humano. Su idea es que la realidad histórica se produce en grandes ciclos, cada uno de los cuales recorre una serie de estadios siempre idéntica. Así, hay en Grecia una época primitiva, una antigüedad, una edad media, una edad moderna, una época reciente. Mas no todos los pueblos avanzan de un estadio a otro; los hay que se quedan perennemente en una determinada altura de su desarrollo histórico esperando la hora de desaparecer. Habría, pues, como razas "eternamente primitivas", naciones irremediablemente medievales o antiguas" (Ortega y Gasset [III] 2004: 766).
La culturalmente soberbia visión histórica y evolucionista decimonónica soportaba una idea del progreso recalcitrante. Toda existencia cultural planetaria o mundial era juzgada según su mayor o menor colaboración en ese progreso que simbolizaba modernidad. Cuando un pueblo parecía no haber contribuido a él, se le negaba -en opinión de Ortega- "positiva existencia histórica y quedaba descalificado como bárbaro o salvaje. Ahora bien; ese progreso era simplemente el desarrollo de las aficiones específicamente europeas: las ciencias físicas, la técnica, el derecho racionalista, etcétera" (Ortega y Gasset [III] 2004: 765). Durante los siglos XVIII y XIX, el mundo dominado por la civilización europea vivía sostenido por la fe en el progreso. Creía que la humanidad había por fin montado "en un convoy llamado cultura, el cual por necesidad mecánica, había de llevarla en incesante avance a formas de existencia cada vez mejores y así hasta el infinito [...]. La fuerza creadora de esa cultura progresiva o progrediente era la razón, la inteligencia" (Ortega y Gasset [XII] 1983: 246). El europeo no entiende más historia que la que va movida por "la idea del progreso, la que consiste en el servicio de una cultura creciente" (Ortega y Gasset [II] 2004: 762). Occidente sacraliza la idea moderna del progreso pues, desde hace siglos, impulsa la civilización europea -según se piensa- hacia cotas culturales y humanas cada vez mejores y "prohibidas" a otros pueblos denominados "primitivos" de los que nada se conoce. El progresismo occidental etnocentrista conduce en este sentido a que porciones gigantescas de vida humana, en el pasado y aun en el presente, nos sean desconocidas y los destinos no europeos que han llegado a ser noticia sean tratados, todavía hoy, como formas marginales de lo humano, "como accidentes de valor secundario, sin otro sentido que subrayar más el carácter substantivo, central, de la evolución europea" (Ortega y Gasset [III] 2004: 765).
Los evolucionistas sociales progresistas, aun cuando en principio combaten todo universalismo dieciochesco y humano cultural por falso, no logran escapar a ciertos postulados ilustrados que impulsan un tipo de etnocentrismo occidental racional cultural que somete otros modos de estar en el mundo. Siguen aquéllos pensando que Europa simboliza cultura superior y razón. Presos de un determinismo biológico racial y sobre todo de una soberbia cultural sin precedentes inmediatos, categóricamente afirmaban que las culturas del pasado se encontraban en una fase evolutiva retrasada. Salvajismo o barbarie. Primitivismo. Culturas que, por tanto, no habían contribuido al progreso. Esta actitud supone sentir, como advierte Ortega, "fobia hacia el pasado, sobre todo hacia el hombre primitivo". Implica creer que "el pretérito no puede enseñarnos nada, y mucho menos ese pasado absoluto (...) que habita el hombre prehistórico" (Ortega y Gasset [II] 2004: 408). El progresismo unilineal evolucionista es, como piensa Ortega, falso porque se refiere exclusivamente al porvenir. En él pone todas sus esperanzas. Está ciegamente seguro de que el hombre progresará "con astronómica necesidad" (Ortega y Gasset [VI] 2004: 321).
Con la posterior, ya entrado el siglo XX, parcial crisis de un, a veces, delirante e impositivo progresismo racional occidental, el evolucionismo unilineal y secuencial antropológico sufrirá un claro desdén por parte de determinadas y por entonces ascendentes corrientes teóricas antropológicas [particularismo histórico, difusionismo cultural, funcionalismo o estructuralismo] menos dañadas por la perspectiva progresista etnocéntrica occidental y más atentas a lo discontinuo y diferencial cultural. Semejanzas e identidades pasan a un segundo plano: "En general -dice Ortega en 1924- el espíritu evolucionista, tan característico del siglo pasado, tiende a ignorar las diferencias y a subrayar lo que hay de común entre las cosas" (Ortega y Gasset [III] 2004: 768). Pero ya desde 1914, Ortega, invitado por la Sociedad de Matemática, dio en el Ateneo de Madrid una conferencia, donde pronosticaba que "al siglo evolucionista y, por tanto, unitarista seguiría una época de mayor atención a lo discontinuo y diferencial" (Ortega y Gasset [III] 2004: 763, n.). No se equivocaba.
Al difusionismo, corriente que contribuye al desarrollo de la teoría antropológica en el siglo XX, dedica Ortega algunas líneas en dos obras: Las Atlántidas (1924) y Las ideas de León Frobenius (1924). Cita aquél al etnólogo alemán difusionista León Frobenius y al antropogeógrafo, igualmente difusionista y alemán, Ratzel. El principio teórico de los "ámbitos o círculos culturales" -Kulturkreise- domina el pensamiento de ambos autores -especialmente de Frobenius que, como recuerda Ortega en 1924, lo introdujo en la etnología hace veinticinco años y tan fecundas cosechas ha producido. En virtud de este principio, respaldado por ambos teóricos antropológicos alemanes, el desarrollo social y cultural obedecería a "préstamos culturales" de unos pueblos hacia otros: "Una cultura (...) nace en una región y se extiende por expansión de la raza que la creó" (Ortega y Gasset [III] 2004: 759). Cada tipo de utensilio "ha sido inventado sólo una vez, en un lugar determinado; su aparición en otros lugares implica un proceso migratorio (...), se ha ido extendiendo por transmisión" (Ortega y Gasset [III] 2004: 658 s). Algo que Ratzel explica, según Ortega, por la "pobreza de ideas" connatural a la especie humana: "Siempre que puede elude el hombre el esfuerzo de inventar y prefiere recurrir a la imitación, al préstamo" (Ortega y Gasset [III] 2004: 658). El difusionismo, corriente antropológica de comienzos del siglo pasado, niega el progresismo evolucionista unilineal y secuencial, entendiendo en rigor todo progreso social en términos de "préstamo cultural".
Desde nuestra perspectiva y en este trabajo nos inclinamos por la siguiente tesis: no hay razón para negar, en cualquiera de los casos teóricos abordados, la realidad del progreso, pero es preciso corregir la noción que cree seguro ese progreso. Más congruente con los hechos es pensar, como hace Ortega, "que no hay ningún progreso seguro, ninguna evolución, sin la amenaza de involución y retroceso. Todo es posible en la historia -lo mismo el progreso triunfal [...] que la periódica regresión" (Ortega y Gasset [IV] 2004: 422). El decimonónico evolucionismo radicalmente progresista es sobre todo futurismo. El futurismo o afán de supeditar la vida actual y pasada a un mañana que no llega nunca, fue, como afirma Ortega, una de las enfermedades de ese tiempo pasado -que todavía hoy en este siglo XXI seguimos en cierto sentido arrastrando- (Ortega y Gasset [II] 2004: 624 s).
Con Ortega, y en este contexto de crítica a toda perspectiva radical etnocéntrica y progresista, asimismo coincidimos en el positivo valor antropológico asociado al progreso de la etnología, disciplina que ha ocasionado una esperanzadora transmutación en nuestra idea etnocéntrica de cultura, reforzada especialmente a partir del siglo XIX. La visión provincial, mediterránea y europea del cosmos histórico, donde cultura simboliza una manera ejemplar de comportarse, ha sufrido un zarpazo correctivo etnográfico. No debemos pensar que solamente produce alta cultura, simbólica o material, Occidente actualmente, ni debemos tachar de inculto cualquier otro sistema de formas religiosas, intelectuales o políticas ajeno al nuestro. No hay sólo una cultura social global étnicamente paradigmática que desde hace siglos, por cierto, afincamos erróneamente en Occidente. Esto no significa, no obstante, apostar a ciegas y sin más por el relativismo moral cultural que aboca necesariamente al nihilismo, pero menos aún sacralizar el despótico afán de universalismo racional, cultural y etnocéntrico occidental que germinó en la Modernidad. Etnógrafos y especialmente etnólogos, acumulando datos y vivencias, fruto de haber ido penetrando en el secreto de pueblos completamente dispares de los europeos y mediterráneos, han llegado, como en efecto afirma Ortega, a intimar con sus modos de pensar y sentir. Como especialista en análisis descriptivos y comparativos en materia histórica cultural, el etnólogo fue advirtiendo, según Ortega, lo siguiente:
"Aquellos usos bárbaros y aun salvajes, aquellas ideas grotescas o absurdas, tenían un profundo sentido, una exquisita cohesión. Eran, a la postre, una manera de responder al cosmos circundante muy distinta de la nuestra, pero no menos respetable. Eran, en suma, otras culturas. Gracias a la etnología, el singular de la cultura se ha pluralizado, y al pluralizarse ha perdido su empaque normativo y trascendente. Hoy la noción de cultura deriva hacia la biología y se convierte en el término colectivo con que denominamos las funciones superiores de la vida humana en sus diferencias típicas. Hay una cultura china y una cultura malaya y una cultura hotentote, como hay una cultura europea. La única superioridad definitiva de ésta habrá de ser reconocer esa esencial paridad antes de discutir cuál de ellas es la superior (...) Las culturas, no los hombres, no las razas o pueblos, serían los protagonistas históricos. Los pueblos quedan como meros portadores de ellas, como los vientos del polen vegetal. Un mismo individuo humano sería históricamente distinto si, en vez de nacer en el ámbito de una cultura, naciera en el de otra. Todo hecho humano es un brote de ellas y en ellas radica su sentido. Por eso, el etnólogo, el historiador, tienen que acostumbrarse a considerar las culturas como los fenómenos fundamentales. Lo demás es sólo fragmento de ellas" (Ortega y Gasset [III] 2004: 757 y ss).


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