Entre los diversos temas que la opinión pública conoce a partir de denuncias formuladas por referentes políticos de la oposición o del propio oficialismo, los juegos de azar ocupan un lugar preponderante. Sin embargo, esta materia está atravesada por variedad de argumentos que se superponen, sin voces mesuradas que expliquen racionalmente de lo que implica.
En la actualidad, en la Argentina las casas de juego están abiertas permanentemente, listas para recibir a sus clientes. Tanto en la ciudad de Buenos Aires como en el conurbano y la mayoría de las ciudades del interior del país se brinda una enorme cantidad de oferta lúdica, signada principalmente por las denominadas máquinas tragamonedas, casinos y bingos (oferta que hasta unas décadas atrás se limitaba a las ciudades de veraneo).
En los medios se formulan graves denuncias: el juego no es bueno porque extrae recursos de las clases más pobres, genera malos hábitos, es caldo de cultivo para otras actividades ilícitas (el manejo de efectivo que se presta para el lavado de dinero y la corrupción), financia de manera opaca la política y tiene conexiones con el narcotráfico y la prostitución. Por otra parte, se habla también del problema de la ludopatía, la adicción al juego que afecta la vida y la salud de las personas, las que no pueden detener su pulsión a jugar y ponen en riesgo su patrimonio y sus familias.
Desde antaño, los juegos de azar han tenido una connotación negativa. Esto tiene que ver con la dimensión moral. Vale decir, se los considera una actividad cuyo desarrollo no es bueno. Una somera revisión de las leyes originales de la lotería de beneficencia, en los albores del siglo XX, permite confirmarlo, cuando se sostenía que los juegos de azar no eran una actividad a promover; no obstante al Estado le competía su regulación para aplicar su producido a fines sociales (escuelas, educación, salud, desarrollo social, etc.). Pareciera que el legislador toma conciencia de que el juego es malo, pero debiera ser una actividad tolerada y regulada.
En efecto, el juego es una actividad humana casi insoslayable, es decir, que en caso de que fuera prohibida, existiría de todas maneras por vías clandestinas. En este contexto, la regulación se presentaría como el camino adecuado, para que –al menos– las ganancias de la actividad sean aprovechadas en beneficio de la sociedad.
Hasta aquí, un breve repaso del estado de situación: una actividad severamente cuestionada desde el punto de vista moral, que se vincula con lo peor de la política y el narcotráfico, y cuyo responsable es el Estado. Sin embargo, hay varios planos de análisis que es importante diferenciar, para entender y ordenar la discusión. En primer lugar, el planteo de fondo: ¿está bien jugar? Esta pregunta, sencilla, no parece siquiera articularse en los debates sobre el tema. Los detractores dan por sentada la respuesta negativa. ¿Por qué habría que promover una actividad que destruye a la persona, genera una ganancia desmesurada para sus propietarios, financia de manera oscura la política, genera adicción y se vincula a otros rubros delictivos? En estos términos, no existe la posibilidad de una respuesta positiva: el juego es malo. No obstante, una mirada más autónoma permitiría considerar que no lo es per se, sino que requiere de ciertas regulaciones e información para que las personas puedan tomar una decisión madura sobre qué hacer. Si el juego de azar es parte del plan de vida de una persona, pareciera que no le corresponde al Estado prohibirlo, sino informar de manera pormenorizada sobre sus consecuencias.
En segundo lugar, está el plano de la regulación. Como referimos más arriba, el Estado toma el monopolio de la reglamentación, ya que realiza un juicio de valor sobre la actividad, la califica de problemática y resuelve regularla para que su producido se aplique a obras vinculadas al bien común. No obstante, para complejizar aún más el problema, la legislación al respecto es lo que los constitucionalistas entienden como “facultad no delegada al Estado Federal”. Vale decir, se trata de una actividad que depende de cada provincia. Existen, entonces, tantas normas como jurisdicciones provinciales conviven en el país.
En tercer lugar, está el “cliente”, que tampoco puede unificarse en un solo perfil. Hay quienes concurren de manera periódica a las salas de juego a entretenerse; están los tahúres, que juegan grandes sumas de dinero pero no ponen en serio riesgo su patrimonio; o aquellos jugadores “sociales”, que van de manera esporádica a entretenerse. Finalmente, están los ludópatas, con una patología que debe ser tratada, como el alcohólico o quien fuma de manera compulsiva. Como toda realidad humana, no debe caerse en el facilismo de mirarla de manera monocorde.
Están también los empresarios del juego, que son las personas o sociedades que obtienen por parte del Estado las autorizaciones para gerenciar y explotar los juegos de azar. También en este punto el universo es variopinto. Se encuentran en este grupo operadores como Cristóbal López, ayer y hoy tristemente célebre, que se lo sindica como parte de un entramado de corrupción cuyas ramificaciones están siendo objeto de investigación. Durante el gobierno kirchnerista expandió de manera vertiginosa su emporio de juego, tanto en la ciudad de Buenos Aires como en el interior. Hay, probablemente, otros empresarios que pueden tener las características de López. También Daniel Angelici, hombre cercano a Mauricio Macri, es un referente del sector.
Finalmente, nos encontramos con los trabajadores de la industria del juego, que según fuentes sindicales son cerca de 200 mil.
¿Qué implica esta descripción? Por lo pronto, un panorama complejo que no admite respuestas simples. Una primera aproximación indica que hay una paradoja: por una parte, el juego en la Argentina es considerado una actividad que requiere ser regulada por el Estado, es decir, está prohibida salvo que se cuente con una expresa autorización; y tales permisos son otorgados por las provincias, cuyos recursos son siempre escasos. Consecuentemente, la mirada del regulador tiene fines –casi siempre– recaudatorios: cuanto más se juega, más ingresos para las provincias. Este análisis no implica corrupción o mal uso del dinero. Simplemente, un tema de incentivos.
En esta coyuntura, el empresario de juegos se encuentra con que su regulador le pide la mayor cantidad de recursos, y hará todo lo posible para que sus clientes jueguen más. Así, los horarios son sumamente flexibles, la ambientación de las salas hace que el jugador se quede la mayor cantidad de tiempo y –como cualquier actividad– organiza programas de marketing y publicidad para aumentar el número de clientes.
En la Argentina, la desmesura es una marca registrada. Tanto en el Estado como desde la crítica. Ni tanto, ni tan poco. Lamentablemente, los problemas en general son complejos, y no permiten respuestas simples.
El debate sobre los juegos de azar necesita, entonces, que los Estados provinciales resuelvan qué quieren hacer, y cómo actuar en consecuencia. Si el fin de los juegos de azar es meramente recaudatorio, la desmesura continuará. Por una parte, los políticos oficialistas promoverán sotto voce la actividad para obtener dinero, y la oposición, la utilizará como bandera de la corrupción, el narcotráfico y demás males. Los empresarios del juego operarán en esta coyuntura, y las personas participarán de una actividad que puede causar severos daños.
Quizá sea hora de plantear la actividad desde otra perspectiva. En primer lugar, las provincias deberían informar de manera transparente las concesiones de juego, sus resultados económicos, regulaciones, horarios, etc. Si esa información existe, debería ser agrupada, sistematizada y puesta a consideración de la sociedad, para poder debatir sobre base cierta.
Sería útil también que una parte de lo recaudado se aplique a realizar estudios de campo serios y competentes que muestren el verdadero impacto del juego en la sociedad: ¿cuál es el porcentaje de ludópatas? ¿Y cuáles los mecanismos psicológicos que los llevan a esa situación?
Con este bagaje informativo, puede debatirse qué hacer con el juego y cuál sería el nivel de regulación necesario para una actividad cuya mirada social parece ser crítica pero, por otra parte, prolifera sin mayores controles, incentivada por el propio Estado, que dice gobernar para y por sus ciudadanos.
De más está decir que toda actividad ilícita que pudiera rodear este rubro deberá ser también severamente combatida (corrupción, lavado de dinero, préstamos ilegales, etc.).
Hoy, el debate tiene características bien argentinas: desmesurado, falto de información y –como siempre– un poco maniqueo.