lunes, 22 de diciembre de 2014

EL PODER Y LA FRATERNIDAD

Instituciones y comunidades: El poder y la fraternidad
De Pensemos juntos (LIBRORUM, Madrid, 2011)

Por Carlos A.Trevisi

 “La paz es una palabra que el poder escribe con sangre”.  (Ricardo Luis Plaul, Argentina 2009).
 Se ha impuesto, y con razón, que las instituciones son relevantes a los efectos de la gobernabilidad. Las instituciones, cualesquiera sean ellas, son el fundamento sobre el que se organizan todas  las vertientes que hacen a la vida en sociedad.
Del mismo modo, en general, todos concebimos una “comunidad” como una puesta en común en el afecto donde priman la entrega y  el encuentro fraterno entre sus integrantes.
Así como a nadie se le ocurriría depositar la gobernabilidad de una organización desde el afecto –aunque sí de un sano respeto por los intereses de todos los que la integran- tampoco podríamos imaginar  una comunidad estructurada desde el poder, como sucede con las instituciones en las que las  luchas por alcanzarlo son su signo distintivo.
Sucede que mientras las instituciones perduran en el tiempo, las comunidades se agotan rápidamente. La historia de la humanidad es la historia del poder y las instituciones, en su perdurabilidad,  son las portadoras del mensaje. Las comunidades son anecdóticas, efímeras; aquéllas porque están definitivamente atadas al mundo y éstas porque su ligazón con la realidad es demasiado lábil.  Será porque el amor no alcanza o porque no tienen cabida en un mundo donde el ejercicio del poder llama con fuerza,  pero  tarde o temprano tienen que “organizarse” para su supervivencia, pues de no ser así desaparecen. Pocas son las comunidades que perduran. Ni siquiera la de aquellos seguidores de Cristo que se institucionalizaron derivando en Iglesia.
Las instituciones, sin embargo, se van precipitando en gran desprestigio. Sus responsables, cualesquiera sean las áreas que les incumban –desde la Iglesia hasta una ONG  pasando por las políticas, las han condenado. Las organizaciones han quedado en manos  de desaprensivos ufanos de poder que impúdicamente lo utilizan para robar a mansalva, y  no sólo dineros, sino los adentros de la gente dibujando ideologías bien urdidas que terminan siendo aplicadas a otros  aconteceres  de la vida: la historia, la educación, las creencias religiosas, la inmigración, los empresarios, el diferente, la pobreza, las artes, la política...
Así termina siendo todo como el poder necesita que sea: la historia teñida del color que le apetece  según y conforme las circunstancias; la educación dejada de la mano de dios y de maestros que no ven más allá de sus narices, una pobre diplomatura mediante; las creencias religiosas en manos de cretinos llenos de ínfulas que amenazan con el pecado y con el infierno; la inmigración  en manos de desaprensivos que explotan a los pobres desgraciados que escapan de sus países en busca de una vida mejor; los empresarios que no tienen ningún empacho en exigir al estado que favorezca su gestión bajando las indemnizaciones por despido y dando  trabajo en negro; el diferente, al que nadie presta  atención y se lo condena a su diferencia porque no tiene rampas ni para acceder a un tren; la prostitución en manos de proxenetas que explotan miserablemente a unas pobres mujeres que venden cara su intimidad, su libertad y su pobreza;  los hechos históricos  son ilegítimamente asociados con las ideologías, alabados o denostados  según  y  conforme, como si fuera necesario un juicio axiológico “confirmado por autoridad competente” para ser entendidos; el prejuicio que se manifiesta abiertamente  a favor o en contra de la Iglesia, cuando lo que sería de esperar es que se asumiera que el templo, la diócesis, el gerenciamiento de la institución (el poder) no tiene nada que ver con la Iglesia (comunidad fraterna de fieles en comunión); que es apenas su administrador (bastaría con recordar que Cristo echó a los mercaderes del “templo”, no de la Iglesia.); los judíos, a los que se sigue estigmatizando como si viviéramos en Venecia asistiendo al juicio por  la libra de carne que exige Shylock en la obra de Shakespeare; o los musulmanes, porque pertenecen a una cultura que no se corresponde con la nuestra y, consecuentemente, perturban nuestras costumbres y terminarán ocupando  Europa (sin darnos cuenta que serán nuestros primeros aliados cuando China decida poner sus ojos en nosotros); el obispo Cirilo de Alejandría, en la película Ágora, en cuya crítica se resucitan viejos rencores contra la Iglesia y que al abordar su actitud poco menos que se lo descuartiza –a él y a la Iglesia-, confundiendo una vez más el alcance del poder institucional con la fraternidad que rige la comunidad, para entonces ya meramente virtual;  o las amenazas de un obispo de la constelación del templo madrileño que  rige Rouco Varela, un tal Caminos, que, invadiendo los adentros de la gente ante la promulgación de la ley del aborto,  ha puesto a todos los diputados católicos a parir: o declaran públicamente su arrepentimiento por haber votado la ley o permanecerán en “pecado objetivo” sin que cura alguno les conceda el perdón ni, en consecuencia, la comunión; o la ignorancia de circunscribir la realidad del mundo, prescindiendo de la gran variedad de otras realidades donde ante circunstancias semejantes se procede de manera distinta; fieles a no poner jamás punto final al juicio que nos merecen  los Reyes católicos por haber echado a los musulmanes de España bastaría acudir al Quijote que,  en diálogo con un musulmán desterrado, éste le explica que cuando abandonó España anduvo de aquí para allá hasta que llegó a Alemania donde lo acogieron como uno más, sin marcar diferencias, porque allí  sí había libertad.

La gente no se da cuenta que los dos millones  de cámaras que espían a los londinenses en las calles no son para cuidarlos. Son un recurso más para inmovilizarlos en nombre de “su propia seguridad” (claro que se omite que en detrimento de su libertad). El poder necesita saber dónde está cada uno a cada momento; retiene los correos que enviamos vía e-mail por dos años; EEUU puede confiscar las cámaras fotográficas, ordenadores y demás aparatos de los viajeros que entran en el país por el riesgo que implican...
Un mundo que ha postergado las esencias de las personas al extremo de que ya ni las reconocemos,  ha impuesto la postergación de valores  esenciales peligro-sos para el ejercicio del poder.
Y no me refiero a las grandes verdades –de las que podemos descreer con todo derecho- sino a las que nos impulsan a ver al   “otro”  en su verdadera dimensión, con sus errores y virtudes, aceptándolo tal cual es y no como quisiéramos que fuera.
El poder no lo autoriza. Tenemos que ver al prójimo como el poder lo ordena. ¿Entonces qué?

Como decía un grafodrama de “El País” que mostraba a un hombre caminando por la calle diciendo: ”soy libre; puedo decir lo que me da la gana. Mirad si no: Casillas, balón, portería, infracción, fútbol…”

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